martes, 17 de enero de 2012

Si estas sola, pequeña, no es por ti

          Una amiga dijo: "La gente de allí (el "interior" del país si tal cosa existe), es tonta. ¿Por qué no se unen, por qué no se organizan y luchan? ¿Por qué no hacen algo entre todos, para vivir mejor, comunitariamente?". Su respuesta señalaba que aquellxs otros no se daban cuenta, no veían (tan claro como lo hacíamos nosotros, resguardadas del calor del sol del verano dentro de un departamento en el centro de la ciudad) lo que les convenía, lo que debían hacer. Que en algún punto, aquellos otros eran ciegos, ciegas, a sus propias soluciones, que nosotras en su lugar lo haríamos mejor, aunque, claro está, nuestro sitio no era ese, era este dentro de una maraña de cubículos habitacionales cedidos a cambio de dinero, donde todo, incluso la basura que llenaba las calles, era orden.
La noche cayó y comenzamos nuestro camino a casa. El viaje duró más de una hora. Antes de dormir conversamos. Recordé una publicidad que había visto en el camino, desde el colectivo. Tres personas, una detrás de la otra, recostadas sobre su lado derecho en una playa. En esa posición, cada uno habría podido ver tan sólo la espalda de quien tenía delante, muy próximo físicamente. Pero no.
Cada uno de ellos miraba un teléfono que sostenía en su mano. Sobre ellos, el nombre de la empresa de teléfonos y una consigna terrible: “todos juntos, en todos lados, todo el tiempo”. En verdad sentí un escalofrío, sentí rabia, sentí miedo. Todas esas son señales, son síntomas de la enfermedad que aviene cuando te enfrentás cara a cara con la mentira y su armada. Sus soldados tienen armas que pudren el corazón, lo dejan en un espasmo, lo ahogan en sus fluidos.  
Que todo pueda representarse en la forma, en los parámetros del dinero, que todo tenga un valor de cambio es un motor que muchas veces se nos vuelve invisible. Es decir, somos inocentes con respecto a su alcance, por la única razón de que no es “natural”. Va en contra de nuestra naturaleza, de nuestra forma de pensar las cosas, de sentirlas, de vivirlas. La vida se sustrae a sí misma de las leyes del precio y lucha contra ellas: le son tan otras que no puede verlas, le son tan repugnantes que teme dañar sus oídos, que no las nombra por respeto a sus hermanas.
        De ese vacío, de esa brecha, nace (aunque no nace lo que no vive), aquella nada que puebla todo, con su propósito de extender el desierto. Apoderarse de lo que existe, declarar la guerra a lo viviente, para poder venderles lámparas a los muertos sin sol.
      Nos convertimos en nuestros propios Reyes Midas, para darle sentido a aquel cuento que mi mamá me leía en la infancia. Convertimos en dinero nuestra vida, nuestra comida, nuestros afectos, aquello que antes se distinguía por su aura. Como bien vio aquel monarca asiático, no sólo el oro no se come, sino que aquella alquimia no es otra que la de la muerte. El oro petrifica las cosas, las deja sin vida. ¿Será por que la vida es por definición aquello que se substrae a la compra-venta, aquello invaluable? Así nos convertimos nosotras mismas en agentes de nuestro propio páramo, cuando creemos que acrecentamos nuestras riquezas, cuando creemos que nos alimentamos de diamantes. Pero ni siquiera el oro que creamos, ¡oh, reyes desventurados!, nos pertenece.
    La gente se queda en sus casas. Los asesinos y los periodistas reciben dinero por asustar a la población, para que deseen comprar la seguridad. Los científicos cobran por inventar enfermedades mortales, para que todos se entreguen voluntariamente a lo que más temían, el encierro.
     Pero, ¿qué es el capitalismo, entonces?¿es esa compulsión por vender lo invendible?¿es el modo de producción? ¿ es un intento siniestro por destruir la vida, el regreso de los villanos de los cuentos de hadas, de los poderes del mal que bosquejan todas las religiones, son los intentos satánicos- masónicos por conquistar el mundo y sumergirlo para siempre en la oscuridad? No. Nada de esas cosas, o tal vez sí, tal vez todas, pero eso no es lo importante.
    El capitalismo es un sistema de vínculos. ¿Por qué la gente no se organiza? Porque allí donde el capitalismo sembró su ciénaga ya no crece nada. Allí, ya no nos hablamos cuando estamos juntos, ni miramos el mar cuando estamos en la playa, ni sentimos el sol. “Allí” es donde perdemos el sentido del espacio y el tiempo, mejor dicho, donde el espacio y el tiempo adquieren otro sentido que tienen que ver con los segundos que pasan, con  las monedas que caen, con un satélite que rebota el lugar en donde estoy a través de un chip que llevo en la cartera, en el bolsillo, en el cinturón, en el cuerpo.
    Pero, por ahora, nuestra naturaleza humana nos impide vivir sin vínculos. No nacimos individualistas, no podemos sobrevivir individualmente. Solos no podemos pensar, porque el pensamiento implica, de alguna forma, el lenguaje, que implica siempre la comunidad. Por eso son tan necesarios los comerciales que te hagan sentir feliz comiendo el paquete de galletitas vos sola, porque somos gregarios. Las impresiones que tomamos del mundo y de los otros son una clase de alimento.
    Al quitar un vínculo, se llena el vacío que deja. Para todo aquello que perdí, que perdimos, se vende un repuesto, un vínculo suplantador. Aquel vínculo supone e impone la mediación: son dispositivos mediadores entre nosotros (en realidad un yo sin manos ni pies ni ojos ni boca) y la realidad (otros yos despojadas también de sí mismas). Ya no puedo tocarle el hombro a mi amiga en la playa, pero puedo mandarle un mensaje, o incluso conversar viendo su imagen. Ya no puedo sentir la naturaleza, pero puedo sacarle una foto panorámica. Ya no puedo tocar el pasto, pero puedo estar dentro de un edificio hecho de vidrio. Ya no puedo hacer sonar una madera, oír el viento, ni oírte cantar, pero puedo ir a una fiesta donde no hay luz de estrellas ni de sol, pero un ruido que sale de una máquina y casi me destroza puede hacerme mover, junto a otros desconocidos. Y de repente siento que quiero a todas aquellas que están conmigo en la pista de baile. Solo porque nunca tuve tiempo, ni estuve lo suficientemente cerca para saber lo que es el amor.
     Estamos tan solos como aquellos jodidos en sus áridos pueblos de frontera, o más que ellos. Supliendo lo exterior con lo interior, viviendo cada uno en su cuarto y considerándolo una victoria, lo más difícil es juntarnos. Juntarnos fuera de las leyes del “evento”, acercarse a los otros, a cualquiera, reconocernos afines a lo humano y no a una máquina formada con bacterias. Expandir el corazón, emplear los sentidos, acercarnos a lo que vive. Sólo desde ahí puede nacer la organización, del entusiasmo por la unión como virtud, de la cercanía, de la intimidad.
     Se había hecho ya muy tarde. Apagamos la luz y abrimos camino a los sueños.



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