Una amiga dijo: "La gente
de allí (el "interior" del país si tal cosa existe), es tonta. ¿Por
qué no se unen, por qué no se organizan y luchan? ¿Por qué no hacen algo entre
todos, para vivir mejor, comunitariamente?". Su respuesta señalaba que
aquellxs otros no se daban cuenta, no veían (tan claro como lo hacíamos
nosotros, resguardadas del calor del sol del verano dentro de un departamento
en el centro de la ciudad) lo que les convenía, lo que debían hacer. Que en algún
punto, aquellos otros eran ciegos, ciegas, a sus propias soluciones, que
nosotras en su lugar lo haríamos mejor, aunque, claro está, nuestro sitio no
era ese, era este dentro de una maraña de cubículos habitacionales cedidos a
cambio de dinero, donde todo, incluso la basura que llenaba las calles, era
orden.
La noche cayó
y comenzamos nuestro camino a casa. El viaje duró más de una hora. Antes de
dormir conversamos. Recordé una publicidad que había visto en el camino, desde
el colectivo. Tres personas, una detrás de la otra, recostadas sobre su lado
derecho en una playa. En esa posición, cada uno habría podido ver tan sólo la
espalda de quien tenía delante, muy próximo físicamente. Pero no.
Cada uno de ellos miraba un teléfono que sostenía en su mano. Sobre ellos, el nombre de la empresa de teléfonos y una consigna terrible: “todos juntos, en todos lados, todo el tiempo”. En verdad sentí un escalofrío, sentí rabia, sentí miedo. Todas esas son señales, son síntomas de la enfermedad que aviene cuando te enfrentás cara a cara con la mentira y su armada. Sus soldados tienen armas que pudren el corazón, lo dejan en un espasmo, lo ahogan en sus fluidos.
Cada uno de ellos miraba un teléfono que sostenía en su mano. Sobre ellos, el nombre de la empresa de teléfonos y una consigna terrible: “todos juntos, en todos lados, todo el tiempo”. En verdad sentí un escalofrío, sentí rabia, sentí miedo. Todas esas son señales, son síntomas de la enfermedad que aviene cuando te enfrentás cara a cara con la mentira y su armada. Sus soldados tienen armas que pudren el corazón, lo dejan en un espasmo, lo ahogan en sus fluidos.
Que todo pueda
representarse en la forma, en los parámetros del dinero, que todo tenga un
valor de cambio es un motor que muchas veces se nos vuelve invisible. Es decir,
somos inocentes con respecto a su alcance, por la única razón de que no es
“natural”. Va en contra de nuestra naturaleza, de nuestra forma de pensar las
cosas, de sentirlas, de vivirlas. La vida se sustrae a sí misma de las leyes
del precio y lucha contra ellas: le son tan otras que no puede verlas, le son
tan repugnantes que teme dañar sus oídos, que no las nombra por respeto a sus
hermanas.
De ese vacío,
de esa brecha, nace (aunque no nace lo que no vive), aquella nada que puebla
todo, con su propósito de extender el desierto. Apoderarse de lo que existe,
declarar la guerra a lo viviente, para poder venderles lámparas a los muertos
sin sol.
Nos
convertimos en nuestros propios Reyes Midas, para darle sentido a aquel cuento
que mi mamá me leía en la infancia. Convertimos en dinero nuestra vida, nuestra
comida, nuestros afectos, aquello que antes se distinguía por su aura. Como
bien vio aquel monarca asiático, no sólo el oro no se come, sino que aquella
alquimia no es otra que la de la muerte. El oro petrifica las cosas, las deja
sin vida. ¿Será por que la vida es por definición aquello que se substrae a la
compra-venta, aquello invaluable? Así
nos convertimos nosotras mismas en agentes de nuestro propio páramo, cuando
creemos que acrecentamos nuestras riquezas, cuando creemos que nos alimentamos
de diamantes. Pero ni siquiera el oro que creamos, ¡oh, reyes desventurados!,
nos pertenece.
La gente se
queda en sus casas. Los asesinos y los periodistas reciben dinero por asustar a
la población, para que deseen comprar la seguridad. Los científicos cobran por
inventar enfermedades mortales, para que todos se entreguen voluntariamente a
lo que más temían, el encierro.
Pero, ¿qué es
el capitalismo, entonces?¿es esa compulsión por vender lo invendible?¿es el
modo de producción? ¿ es un intento siniestro por destruir la vida, el regreso
de los villanos de los cuentos de hadas, de los poderes del mal que bosquejan
todas las religiones, son los intentos satánicos- masónicos por conquistar el
mundo y sumergirlo para siempre en la oscuridad? No. Nada de esas cosas, o tal
vez sí, tal vez todas, pero eso no es lo importante.
El capitalismo
es un sistema de vínculos. ¿Por qué la gente no se organiza? Porque allí donde
el capitalismo sembró su ciénaga ya no crece nada. Allí, ya no nos hablamos
cuando estamos juntos, ni miramos el mar cuando estamos en la playa, ni
sentimos el sol. “Allí” es donde perdemos el sentido del espacio y el tiempo,
mejor dicho, donde el espacio y el tiempo adquieren otro sentido que tienen que
ver con los segundos que pasan, con las
monedas que caen, con un satélite que rebota el lugar en donde estoy a través
de un chip que llevo en la cartera, en el bolsillo, en el cinturón, en el
cuerpo.
Pero, por
ahora, nuestra naturaleza humana nos impide vivir sin vínculos. No nacimos
individualistas, no podemos sobrevivir individualmente. Solos no podemos
pensar, porque el pensamiento implica, de alguna forma, el lenguaje, que
implica siempre la comunidad. Por eso son tan necesarios los comerciales que te
hagan sentir feliz comiendo el paquete de galletitas vos sola, porque somos
gregarios. Las impresiones que tomamos del mundo y de los otros son una clase
de alimento.
Al quitar un
vínculo, se llena el vacío que deja. Para todo aquello que perdí, que perdimos,
se vende un repuesto, un vínculo suplantador. Aquel vínculo supone e impone la
mediación: son dispositivos mediadores entre nosotros (en realidad un yo sin
manos ni pies ni ojos ni boca) y la realidad (otros yos despojadas también de
sí mismas). Ya no puedo tocarle el hombro a mi amiga en la playa, pero puedo
mandarle un mensaje, o incluso conversar viendo su imagen. Ya no puedo sentir
la naturaleza, pero puedo sacarle una foto panorámica. Ya no puedo tocar el
pasto, pero puedo estar dentro de un edificio hecho de vidrio. Ya no puedo
hacer sonar una madera, oír el viento, ni oírte cantar, pero puedo ir a una
fiesta donde no hay luz de estrellas ni de sol, pero un ruido que sale de una
máquina y casi me destroza puede hacerme mover, junto a otros desconocidos. Y
de repente siento que quiero a todas aquellas que están conmigo en la pista de
baile. Solo porque nunca tuve tiempo, ni estuve lo suficientemente cerca para
saber lo que es el amor.
Estamos tan solos
como aquellos jodidos en sus áridos pueblos de frontera, o más que ellos. Supliendo
lo exterior con lo interior, viviendo cada uno en su cuarto y considerándolo
una victoria, lo más difícil es juntarnos. Juntarnos fuera de las leyes del
“evento”, acercarse a los otros, a cualquiera, reconocernos afines a lo humano
y no a una máquina formada con bacterias. Expandir el corazón, emplear los
sentidos, acercarnos a lo que vive. Sólo desde ahí puede nacer la organización,
del entusiasmo por la unión como virtud, de la cercanía, de la intimidad.
Se había hecho ya muy tarde. Apagamos la luz y
abrimos camino a los sueños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario