sábado, 21 de enero de 2012

Sobre el sonido

       En estos tiempos la música, como muchas otras cosas, le parece a las personas opaca, vacía, si su sonido no está mediado por la electricidad. Las bondades de la acústica natural son despreciadas a cambio del “sonido”, como se llama habitualmente al conjunto de equipos que “amplifican” cualquier música. Sólo ese sonido artificialmente brillante, inhumanamente fuerte, logra conmover al auditorio. Aquellos que tocan o cantan sin él son considerados como un actor sin vestuario, meros aficionados. Entonces es la tecnología la que convierte a alguien que toca un instrumento en un músico.
Por otro lado, la amplificación y sus complejos cableados separan al público del músico: este último es el que tiene el monopolio del sonido. Nadie puede comenzar a participar espontáneamente de la música.
         Pero no todo son enchufes bajo el sol. Aún existen músicas en las que no hay escenario, en las que los que oyen (y a veces cantan y tocan y bailan) acomodan sus oídos a los volúmenes como si siguieran una danza. Ahora más leve, ahora con entusiasmo, ahora con estrépito. Unos metros más atrás de los oyentes algunas personas conversan sin tener que destruir sus gargantas para conseguir oirse. Como no precisa de ninguna mediación, esta música puede acontecer en cualquier lugar: detrás de un almacén en Perú un joven toca el arpa, en el patio de una casa de Buenos Aires un viejo toca el acordeón, en una esquina de Hungría un señor toca el violín, bailando cuesta arriba, saxos, trombones y tambores animan cualquier calle de La Paz en una procesión, mientras algunos sufís giran, cientos de otros hacen música con su respiración en un monasterio secreto de Turquía, en los montes del País Vasco o en los cerros de la Puna los agudos quejidos de los instrumentos de viento y las voces son lanzados al aire, al vacío.
    El cuerpo que toca juega a sentir los sonidos que produce, los otros lo perciben como magia, como una transformación azarosa y milagrosa de la realidad. La música existe aún dentro de las mentes, inclusive de los que perdieron la audición. En todos aquellos que tararean una melodía, que cantan, que juegan con los sonidos de sus pasos. Y también están los músicos que hacen posible la música como fiesta, como danza, como ritual, que hacen posible el goce de escuchar. El rol del espectador no tiene porque ser pasivo. Es como quien está oliendo una flor, como aquel que está trabajando en dejarse sentir.
      La percepción del sonido cambia de una cultura a otra. Nosotros somos de algún modo daltónicos para las músicas no occidentales, vemos menos, escuchamos menos. A pesar de esta aparente deficiencia, con un pequeño esfuerzo, con atención, con paciencia, se vuelve fácil sentir nuevos sonidos, escalas diferentes a las nuestras, ritmos impares, otros cantos. Ni siquiera se necesita entender lo que se está cantando, la música que sale de lo profundo, que tiene una intención pura, distinta a la que nosotros nos hemos acostumbrado, suelta un aroma especial, transforma la realidad de una manera sutil e imperceptible para quien observa desde el exterior, no así para aquel que lo está experimentando, que entra en un estado de ensueño, que comienza a escuchar no sólo con sus oídos sino con un cierto sentido extra y se sumerge en los fondos de aguas desconocidas donde encuentra otro ecosistema, otras relaciones, otra comunicación. Se pierde, y allí, extrañamente se encuentra a sí mismo, nuevo, limpio, perfumado, extasiado.
      Acercarse a lo diferente, moverse hacia lo desconocido, allí es donde se produce una fuerza que choca con nuestra indentidad, nuestras costumbres, nuestras creencias y nuestros valores, y nos genera preguntas nunca antes hechas, produce un impulso energético mas allá de nuestro pequeño mundo cotidiano.
 Una noche de calor,
un mediodia de sol radiante,     
Rio de Janeiro, Febrero 2011

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