jueves, 10 de mayo de 2012

A de Abuela, A de Ablución

I
Cuando comencé primer grado, mi bisabuela dijo que ella no sabía leer. En verdad me dijo que había podido ir solo hasta tercer año en sus tiempos, y que mucho no recordaba. Los viernes por la tarde, cuando iba a su casa, me pedía que le enseñe su lección. Había comprado un cuaderno y unos lápices especiales. Los sacaba con orden, como repitiendo algún viejo ritual. Yo, que por las mañanas era alumna, ahora era maestra. Pero no era simplemente un juego, mi alumna era una persona grande y por ello todo estaba revestido de una seriedad exquisita.
Adoraba los olores de esa clase. Yo dictaba frases que no recuerdo y luego corregía los errores. Nunca noté que eran adrede. Disfrutaba no tanto del poder de marcar la falla, sino del de proponer, del de crear, del de inventar un juego, diseñar una representación. Sentía a la vez que estaba haciendo algo útil y bello, algo heroico, algo que nadie había hecho en setenta años, algo fuera de los límites de la vida falsa que se les impone a los niños.

Un día sucedió algo distinto, algo más. Cuando me senté a la mesa, mi bisabuela acompañó su tarea de la clase pasada, siempre prolijamente hecha a no ser por los errores premeditados, con una pequeña planta. Era un regalo para mí, porque era el día del maestro. Un regalo para cuidar, un regalo para mí. Más importante que todo eso: un regalo merecido. Una paga. La sensación de saber que me había ganado esas flores es el fin de la historia, el fin del recuerdo, como si aquel hubiese sido el último día de la escuela, la escuela donde la alumna le estaba enseñando a la maestra a leer.


II

Tal vez era la tarde en una antigua mezquita de una ciudad oriental. Los nietos del Profeta (saw) observaron que un hombre realizaba mal su ablución ritual.

Pensaron en cómo corregirle. Lo llamaron junto a una fuente.

-¡Oh hermano! , le dijeron, queremos pedirte un favor.

El hombre habrá creído que algo estaba al revés en esa escena, pero aceptó a pesar del ruido, pues nada podía negarles a quienes se habían sentado en la espalda del Amado de Dios.

- Estuvimos discutiendo sobre cómo hacer la ablución. Queremos que nos observes y nos digas quién de los  dos está equivocado, dijeron los hijos del Emir de los creyentes, porque entre nosotros no podemos decidirnos.

El hombre asintió, y vio como los hermanos llevaban a cabo el ritual con igual perfección y belleza. Cuando hubieron terminado, aquel anciano les dio las gracias a los dos jóvenes por haberle enseñado sin señalar su error.




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