domingo, 15 de febrero de 2015

Camino de la frontera III

III- Nicirin, Guaraná palestina

El paisaje de aquel Uruguay profundo era la lluvia. El verde de la pampa interminable se estrellaba contra el gris del aire. Desde el medio del vacío aparecía una familia callada, que subía al colectivo en silencio y estrechaba el rostro contra la ventana mojada antes de volver a bajar y perderse de nuevo en la vastedad.
Poco a poco la llanura era interrumpida por el cauce angosto y fuerte de arroyos y ríos turbios, tantos que nadie se ocupó en poner sus nombres en un cartel. Las palmeras iban ganándole terreno al vacío. Y aparecían a lo lejos la silueta algunos montes perdidos entre la niebla y el griterío del verde. Era uno de aquellos trayectos en los que cuando se llega al primer conjunto de casas uno advierte que llegó a destino, porque el mapa no indica nada más que soledades y líneas sin puntos. Y no me equivoqué, eso que veía por la ventana (siempre el camino hasta las terminales tiene cara de barrio) era Artigas.
Cuando bajé vi la estatua de Papá Noel más fea del mundo y también al primer gaúcho, camisa rosada, faja de cuero, botas hasta las rodillas, infaltable sombrero. La misión: llegar a Quaraí. El reto: atravesar toda la ciudad de Artigas y el puente que, sobre el río Cuareim, unía o separaba Uruguay de Brasil. Los artiguenses preguntados proponían taxis a buen precio, o la espera de un autobús que tal vez demorase demasiado por ser domingo. Supuse que la distancia no sería tan grande y comencé a caminar. Pasé por los primeros freeshops con carteles en portugués, vi algunas palmeras, tomé una foto en la plaza en la que el caballo de Artigas (el hombre, no la ciudad) parece señalar con su espada el campanario colonial de una iglesia blanca. Y poco a poco, bajo el peso de mi mochila, llegue a la calle que a su vez llegaba al río convertida en puente.
Estaba camino de la frontera cuando a mi lado se detuvo un auto. Que por qué llevaba ese pañuelo en la cabeza, me preguntó el hombre en portugués, detrás suyo viajaban dos niños y a su lado una mujer que sonreía. “Porque soy musulmana”, respondí, acostumbrada a la curiosidad ajena.
-Nosotros también somos musulmanes, subí.
Confiar o no confiar en unos desconocidos. Hacer caso a las medidas de seguridad y aislamiento, o arriesgar todo en función de la amistad por venir. Pocos segundos para decidir, guiándome solamente por mi intuición.
Los niños me hicieron un lugar en el asiento de atrás. Después de acomodarme y mientras explicaba que estaba yendo a la estación de ómnibus, vi que sobre el espejo había un tesbih, un rosario islámico, y me relajé por completo. Comenzamos a charlar: el conductor venía de una de las tantas familias palestinas que había emigrado a la región a mediados del siglo pasado, Sandra, su esposa, se había convertido al Islam y ambos tenían, como el resto de los árabes, su propia tienda de ropas. El río pasó a toda velocidad abajo nuestro y vi una bandera brasilera intentar cubrir el horizonte. Cuando llegamos a la estación el hombre bajó solo y volvió para decirme que mi micro saldría en tres horas. Y volvió a arrancar.
-Te vamos a llevar a la casa de mi hermana, me dijo, ahí podés esperar hasta el micro.
            Paramos en la calle principal y mientras bajaba mi mochila el conductor se adelantó por un pasillo y llamó a los gritos. Una mujer de cabello enrulado se acercó a la ventana.
            -Esta chica es musulmana y se va a quedar acá hasta tomar su colectivo a Santana.
            -¿Qué idioma habla?
            -Portugués
Mientras la seguía por el corredor, Sandra me puso un billete en la mano. “Es para ayudarte con tu pasaje”, me dijo. Sabía que era imposible no aceptar, ese es el destino de los viajeros. La mujer de la ventana se asomó a una puerta y me instó a subir por la escalera. Le dije adiós a Sandra y a los niños, le agradecí a su marido y entré a la casa como si aquello de conocer desconocidos fuera cosa de todos los días. Dentro esperaban tres mujeres: Nicirin, la hermana del conductor, su pequeña hijita y su madre. Me adoptaron desde el primer momento. Nicirin tenía la sonrisa rápida y el cabello castaño lleno de rulos. Pensé que no tenía muchos más años que yo, y después descubrí que tenía cuatro hijos, y que los dos más grandes ya iban a la universidad, mientras que la pequeña aún usaba pañales. Su madre era una regordeta señora brasilera que había criado hijos en dos países y, siendo gaucha, había sabido mudarse a Medio Oriente para seguir a su marido y parir la gurisada. La nieta más pequeña era graciosa y traviesa y correteó por ahí hasta que se quedó dormida.
Cuando entré, ya estábamos charlando en portugués. Al primer minuto nos saludamos con tres besos y dejé mi mochila en una habitación blanca con paredes llenas de caligrafías. A los dos minutos hacía caso a Nicirin y me estaba bañando, limpiándome el sueño de una noche sin cama. A los 4 minutos estaba en frente de más comida árabe que la que podía comer, saboreando un vaso de guaraná. Cinco y estábamos en la calle, visitando a la vecina de al lado.
La puerta estaba abierta y aquella joven llegada de Palestina hace menos de cuatro años aprovechaba la tarde de domingo para hacer una estatua de arcilla en el patio, mientras sus niños dormían. Era alta, delgada, y tenía unos ojos verdes que eran sabios y felices a la vez. Su marido tampoco estaba en casa, el domingo le había dejado la ciudad a las mujeres. Nos sentamos a charlar, tranquilas, mientras caía una lluvia indecisa.  Hablábamos de los días como si nos conociéramos desde siempre.
-Tengo una clienta que viene a mi negocio y me compra cosas por 300 o 400 reales y me dice que le vaya a cobrar a la casa, pero que si está el marido no le diga nada. Cada vez que voy, el marido me abre la puerta y ella, desde atrás, me hace señas de que no, de que venga otro día. Y así pasan los meses, contó Nicirin antes de que la lluvia cayera de nuevo y nos obligara a despedirnos de la amiga y de su patio, quién sabe hasta cuándo.
       Volvimos a la casa y nos sentamos en el balcón a practicar el duro oficio de ver la vida pasar, sentadas en reposeras de mimbre. Me sentía cómodamente feliz y me sorprendía no la felicidad, sino la comodidad, la fluidez que tenían todos mis movimientos, la armoniosa cadencia de la situación. Era como si todas estuviéramos representado un rol que conocíamos desde siempre: ellas las anfitrionas, yo la huésped, unidas por un rayo de gracia.  Si tres desconocidas podían compartir una tarde de domingo en el balcón todas las delicias del mundo eran posibles.
      Después de un rato nos dedicamos a sacarnos fotos y en la hora de mi partida me colmaron de regalos. Por favor, aceptalos, son de corazón. Cuando llegamos a la estación nos despedimos con tristeza: yo era para Nicirin la amiga que se iba, ella para mí la hermana que se quedaba. Subí a mi micro rodeado de gaúchos y vi bajo mi mirada deslizarse esa ciudad, sin poder dejar de sonreír. Pocas horas antes me había preocupado la incertidumbre de la jornada, me había reclamado a mi misma mi capricho viajero. Y en el momento menos pensado el viaje había florecido en amigos, protectores y bendiciones inesperadas. Había conocido a los palestinos de Quaraí, sobre los que había leído en casa y los había encontrado sin buscarlos.
       Mientras la lluvia afuera volvía a caer y la tierra colorada vomitaba palmeras y montes, mi boca continuaba su sonrisa agradecida. Hacía menos de quince horas que flotaba a la deriva por las entrañas del mundo, y en ese tiempo cada momento había tenido nombre, cada segundo había seguido un destino, había sido ocupado por la maravilla de la aventura. El viaje me había alimentado, lavado, hecho descansar. Me había recibido con una estela de amigos, sabores, abrazos, colores, obsequios, sonrisas, historias. Yo por mi parte no tenía más que gratitud para ofrecer.
  

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