III- Nicirin, Guaraná palestina
El paisaje de aquel Uruguay profundo
era la lluvia. El verde de la pampa interminable se estrellaba contra el gris del
aire. Desde el medio del vacío aparecía una familia callada, que subía al
colectivo en silencio y estrechaba el rostro contra la ventana mojada antes de
volver a bajar y perderse de nuevo en la vastedad.
Poco a poco la llanura era
interrumpida por el cauce angosto y fuerte de arroyos y ríos turbios, tantos
que nadie se ocupó en poner sus nombres en un cartel. Las palmeras iban
ganándole terreno al vacío. Y aparecían a lo lejos la silueta algunos montes
perdidos entre la niebla y el griterío del verde. Era uno de aquellos trayectos
en los que cuando se llega al primer conjunto de casas uno advierte que llegó a
destino, porque el mapa no indica nada más que soledades y líneas sin puntos. Y
no me equivoqué, eso que veía por la ventana (siempre el camino hasta las
terminales tiene cara de barrio) era Artigas.
Cuando bajé vi la estatua de Papá
Noel más fea del mundo y también al primer gaúcho,
camisa rosada, faja de cuero, botas hasta las rodillas, infaltable sombrero. La
misión: llegar a Quaraí. El reto: atravesar toda la ciudad de Artigas y el
puente que, sobre el río Cuareim, unía o separaba Uruguay de Brasil. Los
artiguenses preguntados proponían taxis a buen precio, o la espera de un
autobús que tal vez demorase demasiado por ser domingo. Supuse que la distancia
no sería tan grande y comencé a caminar. Pasé por los primeros freeshops con carteles en portugués, vi
algunas palmeras, tomé una foto en la plaza en la que el caballo de Artigas (el
hombre, no la ciudad) parece señalar con su espada el campanario colonial de
una iglesia blanca. Y poco a poco, bajo el peso de mi mochila, llegue a la
calle que a su vez llegaba al río convertida en puente.
Estaba camino de la frontera cuando a mi lado se
detuvo un auto. Que por qué
llevaba ese pañuelo en la cabeza, me preguntó el hombre en portugués, y detrás suyo viajaban dos niños y a
su lado una mujer que sonreía. “Porque soy musulmana”, respondí, acostumbrada a
la curiosidad ajena.
-Nosotros también somos musulmanes,
subí.
Confiar o no confiar en unos
desconocidos. Hacer caso a las medidas de seguridad y aislamiento, o arriesgar
todo en función de la amistad por venir. Pocos segundos para decidir, guiándome
solamente por mi intuición.
Los niños me hicieron un lugar en el
asiento de atrás. Después de acomodarme y mientras explicaba que estaba yendo a
la estación de ómnibus, vi que sobre el espejo había un tesbih, un rosario islámico, y me relajé por completo. Comenzamos a
charlar: el conductor venía de una de las tantas familias palestinas que había
emigrado a la región a mediados del siglo pasado, Sandra, su esposa, se había
convertido al Islam y ambos tenían, como el resto de los árabes, su propia
tienda de ropas. El río pasó a toda velocidad abajo nuestro y vi una bandera
brasilera intentar cubrir el horizonte. Cuando llegamos a la estación el hombre
bajó solo y volvió para decirme que mi micro saldría en tres horas. Y volvió a
arrancar.
-Te vamos a llevar a la casa de mi
hermana, me dijo, ahí podés esperar hasta el micro.
Paramos
en la calle principal y mientras bajaba mi mochila el conductor se adelantó por
un pasillo y llamó a los gritos. Una mujer de cabello enrulado se acercó a la
ventana.
-Esta
chica es musulmana y se va a quedar acá hasta tomar su colectivo a Santana.
-¿Qué
idioma habla?
-Portugués
Mientras la seguía por el corredor, Sandra me
puso un billete en la mano. “Es para ayudarte con tu pasaje”, me dijo. Sabía
que era imposible no aceptar, ese es el destino de los viajeros. La mujer de la
ventana se asomó a una puerta y me instó a subir por la escalera. Le dije adiós
a Sandra y a los niños, le agradecí a su marido y entré a la casa como si
aquello de conocer desconocidos fuera cosa de todos los días. Dentro esperaban
tres mujeres: Nicirin, la hermana del conductor, su pequeña hijita y su madre. Me
adoptaron desde el primer momento. Nicirin tenía la sonrisa rápida y el cabello
castaño lleno de rulos. Pensé que no tenía muchos más años que yo, y después
descubrí que tenía cuatro hijos, y que los dos más grandes ya iban a la
universidad, mientras que la pequeña aún usaba pañales. Su madre era una
regordeta señora brasilera que había criado hijos en dos países y, siendo
gaucha, había sabido mudarse a Medio Oriente para seguir a su marido y parir la
gurisada. La nieta más pequeña era graciosa y traviesa y correteó por
ahí hasta que se quedó dormida.
Cuando entré, ya estábamos charlando
en portugués. Al primer minuto nos saludamos con tres besos y dejé mi mochila
en una habitación blanca con paredes llenas de caligrafías. A los dos minutos
hacía caso a Nicirin y me estaba bañando, limpiándome el sueño de una noche sin
cama. A los 4 minutos estaba en frente de más comida árabe que la que podía
comer, saboreando un vaso de guaraná. Cinco y estábamos en la calle, visitando
a la vecina de al lado.
La puerta estaba abierta y aquella
joven llegada de Palestina hace menos de cuatro años aprovechaba la tarde de
domingo para hacer una estatua de arcilla en el patio, mientras sus niños
dormían. Era alta, delgada, y tenía unos ojos verdes que eran sabios y felices
a la vez. Su marido tampoco estaba en casa, el domingo le había dejado la
ciudad a las mujeres. Nos sentamos a charlar, tranquilas, mientras caía una
lluvia indecisa. Hablábamos de los días
como si nos conociéramos desde siempre.
-Tengo una clienta que viene a mi
negocio y me compra cosas por 300 o 400 reales y me dice que le vaya a cobrar a
la casa, pero que si está el marido no le diga nada. Cada vez que voy, el
marido me abre la puerta y ella, desde atrás, me hace señas de que no, de que
venga otro día. Y así pasan los meses, contó Nicirin antes de que la lluvia
cayera de nuevo y nos obligara a despedirnos de la amiga y de su patio, quién
sabe hasta cuándo.
Volvimos
a la casa y nos sentamos en el balcón a practicar el duro oficio de ver la vida
pasar, sentadas en reposeras de mimbre. Me sentía cómodamente feliz y me
sorprendía no la felicidad, sino la comodidad, la fluidez que tenían todos mis
movimientos, la armoniosa cadencia de la situación. Era como si todas
estuviéramos representado un rol que conocíamos desde siempre: ellas las
anfitrionas, yo la huésped, unidas por un rayo de gracia. Si tres desconocidas podían compartir una
tarde de domingo en el balcón todas las delicias del mundo eran posibles.
Después de un rato nos dedicamos a
sacarnos fotos y en la hora de mi partida me colmaron de regalos. Por favor, aceptalos, son de corazón. Cuando
llegamos a la estación nos despedimos con tristeza: yo era para Nicirin la
amiga que se iba, ella para mí la hermana que se quedaba. Subí a mi micro
rodeado de gaúchos y vi bajo mi
mirada deslizarse esa ciudad, sin poder dejar de sonreír. Pocas horas antes me
había preocupado la incertidumbre de la jornada, me había reclamado a mi misma
mi capricho viajero. Y en el momento menos pensado el viaje había florecido en
amigos, protectores y bendiciones inesperadas. Había conocido a los palestinos
de Quaraí, sobre los que había leído en casa y los había encontrado sin
buscarlos.
Mientras
la lluvia afuera volvía a caer y la tierra colorada vomitaba palmeras y montes,
mi boca continuaba su sonrisa agradecida. Hacía menos de quince horas que
flotaba a la deriva por las entrañas del mundo, y en ese tiempo cada momento
había tenido nombre, cada segundo había seguido un destino, había sido ocupado
por la maravilla de la aventura. El viaje me había alimentado, lavado, hecho
descansar. Me había recibido con una estela de amigos, sabores, abrazos,
colores, obsequios, sonrisas, historias. Yo por mi parte no tenía más que
gratitud para ofrecer.
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