jueves, 5 de febrero de 2015

Camino de la frontera II

II- Rosa, el cíclope frenteamplista

Llegué a Salto una mañana de lluvia. Si me esforzaba en recuperar algunos fragmentos deshilachados de memoria y no rendirme al sueño el resultado daba lo siguiente: la noche maldurmiendo en el micro desde Buenos Aires en el que viajaba un hombre de túnica y topi que bajó en Paysandú y al que apodé “el musulmán misterioso”, el sello mal puesto de los empleados de migraciones yoruguas en mi pasaporte, la sala de espera VIP de la Terminal de Retiro como refugio asillonado del caos y confidente de mis últimas inseguridades viajeras, la casa de mi amiga Caro y las tardes de charla y té, el amable chofer del 101 que me llevó a su casa, la partida, temprano a la mañana desde Mar del Plata dos días atrás, la despedida de mi amor y de mis plantas.
Y ahora estaba ahí y todo se salía inesperadamente del esquema.
Llovía. Sí, se que en muchas culturas la lluvia significa bendición, que además es uno de los fenómenos meteorológicos más comunes y que el litoral llevaba semanas inundado. Y por más que el hombre de la ventanilla me confirmara con su acento pajuerano que el micro que yo quería no saldría sino 4 horas después y que costaba el precio que yo ya conocía, ninguna de aquellas certidumbres contrarrestaba los relámpagos, los chaparrones y la euforia épica de esa lluvia que no había jamás entrado en mis planes y que me confinaba ahora a un banco en el que descansar mi mochila y, con mucho, a un eventual paseo por el shopping- supermercado convenientemente adosado a la estación. Todo iba bien y el tiempo pasaba a su pulso normal. Yo seguía preguntándome el por qué del viaje y repasaba mentalmente el itinerario de la jornada: de Salto hacia Artigas, de alguna forma cruzar el puente que la separaba de Quaraí, ya en Brasil, y desde allí desplazarme por Rio Grande do Sul hasta Sant`Ana do Livramento, ciudad gemela de Rivera, donde me esperaban mis anfitriones uruguayos. Eso implicaba pisar tres países en un día (fase uno: superada) y convertir los ómnibus interdepartamentales (“micro”, en idioma uruguayo) y las esperas en los asientos de las estaciones en mi hogar. Y en eso estaba cuando Rosa se sentó a mi lado y me dijo “¡hola, niña!”.
Tendría entre 50 y 60 años, era petisa aunque tal vez más alta que yo, regordeta y algo en su rostro delataba un lejanísimo origen africano que no lograba borrar el cabello teñido de un rubio tránsfuga alisado con perseverancia hasta quedar pegado a la frente a modo de flequillo. Llevaba unos pantalones algo raídos y una remera que debía estirarse hasta el límite de sus fibras para cubrir el único e inmenso pecho que le quedaba. Llenó el espacio con sus bolsos descosidos de cierres rotos, me miró sin miedo del pañuelo que cubría mi cabeza, y comenzó a hablar.
-¡Qué lluvia, mi niña! ¡ Y yo que vine para ver a mi hijo! Voy a llegar después de que le den el almuerzo, me dijo, y desenredó sin más la compleja historia de su vida. Era madre de un joven autista al que el gobierno había internado en un centro especial, y venía a visitarlo, como obligaba el contrato, una vez al mes. Me preguntó de dónde venía y cuando dije “Argentina” se puso tensa y solo volvió a respirar cuando agregué “Mar del Plata”.
- Es que nosotros amamos a los argentinos, pero odiamos a los porteños. Y tú no sos porteña, ¿no, mi niña?
Sonó una chicharra que la distrajo de su reivindicación del provincianismo rioplatense y la vi hurgar en su bolso azul de cierre roto. Sacó un repasador doblado como un tubo, lo desenrolló, y dentro apareció una media. Metió la mano dentro y apareció un celular pequeño.
-Hola, sí, acá también está lloviendo sin parar, estoy en la Terminal, hablando con una muchacha argentina, ¡nooooo!, no es porteña, es de Mar del Plata, simpática la niña, sí, cuando llegue te llamo, chau.
El proceso se repitió marcha atrás. Del teléfono a la media, de la media al repasador, del repasador al bolso, y la palabra pudo recomenzar.
-Que mi amigo me dijo que te corte, que “para qué hablás con una argentina”, ¿viste?. Pero yo le expliqué que vos no eras porteña. Si nosotros amamos a los argentinos, pero no a los porteños, ¿viste?, ni tampoco a la otra soberbia. Ella no es como nuestro Mujica. Yo lo amo a Mujica, lo amo. Lo que él hizo por los que no tenemos nada, no lo hizo nadie. Ya se acabó el tiempo de los colorados y los blancos, ya no los queremos más.
Volvió a abrir el bolso y esperaba ver reaparecer al repasador pero sin embargo sacó un álbum color azul.
-Mirá, yo lo fui a buscar a un café en el que siempre desayuna y me saqué una foto con él, me dijo, y me mostró una imagen en la que los dos sonreían junto a la mesa de un café y el presidente salía con cara de zorro, de zorro bueno, pícaro, sagaz, feliz.
-Yo sigo al Frente, pero como él no va a haber otro, como él no, es único nuestro Mujica.
Era la hora de la salida de mi “ómnibus interdepartamental”, la lluvia había cesado, ella se iría al encuentro de su hijo.
-Bueno, mi niña, ¡que tengas buena suerte! Y cuando pases por la ruta 5 llegando a Montevideo, acordate que ahí vivo yo.
Y era fácil deducir tres cosas. Que casi todos los barrios cerca de las rutas son humildes y difíciles. Que aquel encuentro extraordinario solo podría haberme ocurrido estando de viaje. Que jamás la volvería a ver.


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