domingo, 1 de marzo de 2015

Camino de la frontera IV

IV- Los Fernandos

-Les pedimos a todos que se abrochen los cinturones de seguridad porque así lo manda la ley brasilera- dijo en portugués el joven cobrador del micro. Me dí vuelta y le pregunté en el mismo idioma a un hombre sentado en el asiento de en frente si debía sacar boleto en la ventanilla o si podía hacerlo sin bajar. Y me respondió en perfecto español que cualquier opción era válida. Viajaba en la frontera y la mixtura era ley.
Estaba en Brasil casi de incógnito, puesto que ningún sello ni ningún trámite acreditaba mi presencia en ese país. Según la desordenada piel de mi pasaporte, seguía en Uruguay. Pero aquellas cosas no parecían importar por aquellas tierras. Lenguas, documentos, monedas y billetes eran por completo intercambiables. Así como era imposible adivinar cuál era la lengua más correcta para preguntar algo, era impredecible el idioma en el que iba a venir la respuesta.  Era innecesario sentir una especie de pertenencia con aquellos hombres del colectivo sólo porque hablaran español. Dentro de aquel ómnibus que viajaba de Quaraí a Sant´ana do Livramento ni la lengua ni el lugar de nacimiento servían para separar identidades.  Y lo mejor era dejarse llevar.
El sueño y el cansancio habían pasado, junto con la incertidumbre, y miraba feliz brasil por la ventana, aún con el sabor del guaraná en la boca y la felicidad del encuentro con Nicirin en los ojos. Incontables ríos turbios se abrían camino entre el verde furioso. La lluvia inquieta e indecisa aparecía veloz y se volvía a esconder, dejando al descubierto praderas de color lima que brillaban delante de las montañas. Las pocas casas esparcidas por el camino eran rosas, verdes, amarillas, azules y la tierra por momentos se sublevaba en un barro rojizo. Un hombre de sombrero, botas, y camisa salmón se bajó junto a un puesto de sandías y desapareció cuesta arriba, por una calle de adoquines. Parecía feliz de haber dejado la cómoda esclavitud del micro y de haber regresado a su antigua libertad de caballos y soledades.
Eran más de las ocho de la noche pero el sol aún no caía, y pronto nos detuvimos en una esquina que oficiaba de estación. Bajé sintiéndome aliviada: había logrado cumplir la prueba del día, había llegado a Sant´Ana. Pero faltaba aún algo importante. No había conseguido llamar a mi anfitrión porque me faltaba el código de Uruguay para agregar a su teléfono. No era extraño, porque las antenas de teléfono se superponían con una lógica clara: ganaba siempre el más caro. Caminaba en la dirección que unas mujeres alegres me habían indicado. Atravesaba una ciudad dormida en la calma del domingo: los negocios cerrados, las calles vacías, el silencio viajando a través del dulce aire del verano. Pero estaban allí algunas casas coloniales con sus marcos decorados con bellas molduras, el cartel de un negocio llamado “Palestina”, las alfombras de oración que cubrían los productos de las cerradas lojas árabes de la luz y las miradas de los escasos paseantes dominicales. Llegué finalmente a Andradas, la calle principal, decorada en la cuadra de mi departamento con canteros de piedra que luchaban por contener las plantas y las palmeras que en ellos florecían. Encontré el número y toqué timbre en un edificio nuevo. Mis desconocidos anfitriones me contestaron que en poco me bajaban a abrir.
Fernando y Fernanda eran unos de los pocos couchsurfers uruguayos que habían respondido a mi solicitud de alojamiento. Si bien hace más de 7 años que pertenezco a esa comunidad de viajeros que intercambia gratuitamente hospedaje, era la primera vez que viajaba sola usándola. Pero ya estoy habituada a quedarme en casa de desconocidos, y más temo a la aburrida soledad de un hotel.
El departamento estaba en Brasil, pero quienes lo ocupaban eran uruguayos y hablaban español. Fernando era un aficionado a las motos, y las vendía en un negocio familiar, Fernanda era psicóloga. Ambos compartían la vida, el departamento y la pasión por viajar.  Sentados en el sillón del living, custodiados por las imágenes de un gran televisor, comenzamos a conversar como viejos nuevos amigos. E, inevitablemente, hablamos de viajes. Dejamos de conversar cuando la hora de dormir se había pasado por mucho, para continuar la charla todas las noches hasta mi partida.
Durante el día los Fernandos no estaban en casa y solo regresaban al atardecer. La experiencia en la ciudad se escindió en dos: las noches que pasaba con ellos, en español, y las mañanas y tardes en las que exploraba las calles y descubría nuevas amigas, en portugués. Su hospitalidad poco tenía que ver con la de Nicirin y consistía menos en ofrecer que en dejar hacer. Hay tantas formas de dar(se) al otro como personas.
En las horas juntos hilvané su historia y compartí la mía. Primero los interrogué sobre la feliz coincidencia de sus nombres. Fernanda continuaba sin querer una tradición familiar al elegir un compañero con el mismo nombre; sus padres eran Julio y Julia.
De todos los lugares del mundo, Italia era su favorito. Disfrutaban de conocer uno a uno sus pueblos y estudiaban italiano para poder comunicarse mejor con su gente en futuras visitas. Pero sobre el lugar al que pertenecían no estaban tan claras las cosas. Fernando reivindicaba Uruguay, era el país en el que había nacido, en el que había estudiado. Y era sobre todo una lengua, el español. El castellano estaba en pugna en la frontera. Era una lengua minorizada. El portugués lo invadía todo. Si bien los brasileros comprendían el español, ninguno lo hablaba y eran los uruguayos los que cambiaban su lengua para adaptarla a la del otro. La inteligibilidad no es recíproca por definición, sino que es fruto de relaciones políticas, económicas y culturales complejas. Y aún así, ninguna lengua resultaba impermeable por completo al concubinato con la vecina. El portugués abandonaba el você del norte por el tú é, tan mutante a nuestros oídos como el tú sos uruguayo, que es la norma en la región. La gramática portuguesa se sostenía en otros casos, pero injertada de un léxico español. Esa es la arquitectura del portunhol. Si había algo que Fernando odiaba era esa lengua intermedia, indefinida, inestable.
-Acá la gente viene a la gomería y dice “pinchou a roda”. Eso no existe, o “se pinchó la rueda”, o “furou o pneu”- reclamaba enojado.
Su odisea por la pureza lingüística no se acababa allí.
-Fernanda dice que es brasilera- me confesó una tarde en tono de secreto, mientras la esperábamos. –Solo porque nació acá, en un hospital en Sant´ana. Pero tiene pasaporte uruguayo, hizo la escuela, el liceo y la universidad en Uruguay. Y en los partidos de fútbol, hace como que no le importa cuando le meten un gol a Uruguay. Dejé de ir a la casa de su familia porque entre ellos hablan en portuñol, y yo no soporto esa bajeza- concluyó ofendido.
Del recuerdo de aquellas interminables charlas compartidas en donde deshicimos y rearmamos el mundo tantas veces me quedo con una idea que define la identidad del pueblo de frontera. Si lo político se toca con lo personal, es el lenguaje  el más privilegiado de los escenarios para llevar a cabo esa contienda.
           









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