jueves, 26 de marzo de 2015

Camino de la frontera V: Las musulmanas de Rivera

Parecía como si Rivera contuviera dos mundos.  Por un lado el reino sin tiempo del departamento, situado espiritual o lingüísticamente (que es lo mismo) en Uruguay. Allí pasaba las horas de la noche y del descanso. Por otro lado estaba la calle en donde exploraba sin rumbo la vida en la frontera, la voluptuosidad del verano brasilero.
Cuando el lunes por la mañana volví mi cama al modo sofá, terminé de limpiar los restos del desayuno y me hice con las llaves, a penas contenía la emoción de la aventura. Sentía esa especie de gracia viajera, la llamada ansiosa de la ciudad.
Afuera estaba la calle. Las primeras impresiones me invaden de repente. Cada vereda tiene alma de plaza. Música, ruido, personas: en todos lados hay un aire de feria. La gente era diversa: cientos de caras y cuerpos, decenas de colores. Los negocios, como en todo Brasil, no tienen más puertas que sus persianas abiertas y de ellos escapa la música y los pregones de los locutores de ofertas. Los lanches venden coixinhas y guaraná y la gente come afuera, conversando en las mesas en las plazas. Las palmeras son el “árbol” favorito y señorean elegantes todas las veredas.  Mirando al horizonte se ven algunos morros llenos de verde. Todo está abierto, todo está vivo, todo es alegre y animado.
Lo primero que hice fue buscar el correo. Estando en la frontera tenía la tentación de hacer un experimento: iba a mandar una postal a casa el mismo día desde cada país y ver cuál llegaba antes. En Brasil el correo estaba abierto todo el día y era muy barato, en Uruguay me dijeron que si mandaba una carta simple (que en sí misma costaba una pequeña fortuna) no iba a llegar a destino. Concluido el experimento, me dejé perder camino de la frontera.
Todo el mundo dice que Santana do Livramento y Rivera son ciudades hermanas, y llaman a su límite “la más hermana de las fronteras del mundo” o “la frontera de la paz”. Valdría decir que son en realidad dos siamesas unidas por un cordón central. Lo que divide o une ambos países no es un río sino una plaza con muchas palmeras y dos banderas, el Parque Internacional, orgullo de la ciudad. De un lado, Brasil con sus tiendas económicas, sus colores y su bella algarabía desordenada. Del otro los elegantes freeshops de Uruguay en donde los brasileros se abastecían de perfume, chocolate y alcohol. En el centro tiene lugar una pequeña feria de artesanos que vende mates, artesanías en cuero, facas y banderas de la revolución farroupilha. Sobre una calle lateral se encuentran los puestitos legalizados de los contrabandistas. Si la frontera es una línea con una barrera, no la hay. Pero detrás de la fachada de hermandad binacional los nombres de las calles cuentan otra historia: en cada país eligen bautizar sus aceras con los apellidos de los más ilustres combatientes contra las tropas del país vecino y en casos de confrontaciones futboleras, la frontera se cierra para evitar el vandalismo de las hinchadas.
Yo disfrutaba de pasearme por las calles mirando a los gaúchos con sus botas de cuero pasar al lado de coloridas mulatas y de mujeres de velo y túnicas negras, me alegraba ante los pocos cuadros que ofrecía el museo local, sonreía al ver el cartel en portugués en la iglesia uruguaya, al encontrar impensadas escaleras bordeadas de mato y al zambullirme en los supermercados en busca del kilo de mango más barato del mundo. Rivera y Sant`ana eran toda luz, incluso cuando un chaparrón insurrecto abrazaba el asfalto con su estela de agua fresca, y no me cansaba de caminar. Estaba enamorada de Brasil y también de viajar, de la adrenalina de las ciudades nuevas y de la cantidad impresionante de vida que entra apretujada en un solo día de viaje. Y andaba así, sumergida en el azar de la jornada cuando recordé que en Sant`ana había una mezquita y decidí visitarla.
Sin duda lo mejor fue encontrarla cerrada y tener que recurrir al consejo que el día anterior me había dado Nicirin de buscar a una de sus amigas en el hotel de al lado. Cuando golpeé la puerta y vi a una señora con túnica y velo supe que estaba en el lugar correcto. Pregunté por la mezquita y sin conocerme me invitó a pasar, me dio un vaso de agua fresca y se sentó conmigo a conversar. Ella  había dejado su Palestina natal rumbo a América junto a su marido. En estas tierras tuvieron sus hijas y luego sus nietos. Hanan, la mayor, vivía en uno de los pisos del hotel y bajó a conocerme. Preparó café y estuvimos conversando durante tanto tiempo que compartimos juntas el almuerzo. Aquel era mi segundo día de viaje y el segundo también en el que una musulmana desconocida me invitaba a comer. Todo fluía de tal forma que tenía que recordarme a mí misma que yo no era de allí, que no pertenecía a esa ciudad ni conocía a aquellas personas de toda la vida. Porque aquellas personas en esas tierras que quién sabe si un día volvería a pisar me hacían sentir como en casa y pronto se anidaban en mi corazón como amigos de siempre.
Hanan me invitó a una reunión a la mezquita esa tarde y no dudé en ir. Pasé un rato a descansar por la casa de los Fernandos sonriendo por mi suerte: menos de 24 horas y ya tenía una cita. Aquella tarde la puerta de la mezquita estaba abierta y me sorprendí al encontrar más de 20 mujeres que se esforzaban por comprender el árabe del predicador. Cuando la charla terminó me encontraba al lado de una mujer cálida y sonriente que quiso saber de mí. Era Mila, la hermana de Hanan. Poco después ya éramos amigas y coordinamos un encuentro para el día siguiente. Según los cálculos, aquel día tenía que irme, pero ¿qué queda de un viaje si no hay lugar para lo espontáneo y desconocido? Aquella noche, antes de dormir, miraba mi suerte con los ojos cerrados. Recién llegaba y ya tenía un puñado de amigos en la ciudad, nada mal.
Al día siguiente, cuando nos encontramos en la puerta del hotel con Mila, nos saludamos con el cariño sincero de viejas amigas. A su lado estaba su madre para obsequiarme con más regalos. Todas las mujeres que se cruzaban en mi camino me mostraban una solidaridad inesperada y me trataban con afecto, todas me regalaban algo. Mila había venido con sus dos hijas, y con dos otras musulmanas, Laila y Silvia, una joven uruguaya. El destino de nuestra alegre reunión no podía haber sido mejor. Entramos a la heladería y nos servimos cuanto quisimos y luego nos sentamos a conversar en un salón amarillo con las paredes llenas al completo de graffities improvisados. El lugar tenía algo de punk de escuela secundaria y hacía un divertido contraste con las túnicas negras de mis amigas, que lejos de escandalizarse por las pintadas lamentaban no tener nosotras unas fibras para dejar también nuestros nombres escritos. Toda la escena se burlaba de aquel estúpido prejuicio de la mujer sometida. Nos divertimos conversando por algunas horas hasta que llegó el momento de la despedida. Nos abrazamos felices de habernos conocido y algo tristes por ya tener que separarnos y les agradecí a todas su compañía, su alegría, su solidaridad y sobre todo su amistad y nos separamos en la puerta de la que entonces era mi casa. Al día siguiente mis pasos se alejarían de la frontera para encaminarse hacia la última escala de mi breve viaje: Tacuarembó, el interior profundo del Uruguay.











2 comentarios:

  1. Hey, ¡qué interesante "peregrinación", Pensadora! No puedo creer que no hubieras dicho que eras de Mardel, de hecho estuve tres veces en Argentina después de Nueva Zelanda. La próxima que esté en Mardel sería un honor compartir un té y charlar de Letras (?). ¡Abrazo y vamo' arriba!

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    1. Hola!! gracias por escribir y perdón por la tardanza de la respuesta!! Claro que sí, cuando estemos en mardel nos encontramos, sino será por otros rumbos. Te dejo el facebook para contacto más veloz (espero) https://www.facebook.com/pages/Pensadora/1402347613335346?sk=info&tab=page_info y te invito a mi nuevo blog más "peregrinativo" carvansaray.wordpress.com Un abrazo y hasta pronto!!

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